El futuro de la fiesta brava está en manos de todos los taurinos de los que nos gusta la tauromaquia, empresarios, ganaderos, toreros, instituciones taurinas y los aficionados en general.
Lo más grave de esta obsesión prohibicionista es que revela un intervencionismo ético en los valores sociales incompatible con el respeto a la libertad individual y a la tradición cultural. Las justificaciones pretendidamente morales de la prohibición de los toros ignoran a conciencia aspectos esenciales de la Fiesta que van desde la naturaleza misma del toro bravo, destinatario de unos cuidados que ningún otro animal recibe, hasta el sentido ritual de la lucha con el torero.
La ausencia de estos contenidos en los discursos antitaurinos más radicales que son, por otro lado, los más exitosos, es consecuencia más de la ignorancia intencionada que de la reflexión crítica. La principal motivación de estos movimientos prohibicionistas y de sus aliados políticos es el activismo intervencionista, por el que consideran legítimo uniformar a la sociedad con un ideario sedicentemente progresista, basado en criterios arbitrarios sobre lo bueno y lo malo.
No se trata de estadísticas de público, de número de corridas o, siquiera, del costo económico que conllevaría la prohibición. Es un problema fundamentalmente de respeto a la libertad y a la tradición, no de protección a los toros, utilizados como coartada para otros objetivos, y también víctimas de una evidente doble moral, que condena las corridas, pero mira hacia otro lado ante verdaderas crueldades como el aborto.
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