miércoles, 2 de julio de 2025

INDULTOS CON FUNDAMENTO


Carlos Bueno / burladero.tv

En los últimos tiempos, la tauromaquia parece haber sucumbido a una peligrosa tendencia: la del indulto fácil. Lo que antaño era un hecho extraordinario, reservado para toros verdaderamente excepcionales, comienza a convertirse en algo rutinario. La reciente Feria de Hogueras de Alicante, con dos astados indultados en distintos festejos, o la corrida celebrada en Marbella, donde se indultaron tres ejemplares en una sola tarde, además de los casos de Castellón y Jerez, son ejemplos que deberían hacernos reflexionar.

El Reglamento Taurino contempla el indulto como una posibilidad excepcional, pudiendo concederse a un animal cuando concurran cualidades extraordinarias de bravura, nobleza y clase. Pero esta descripción deja un amplio margen a la subjetividad. Y lo que es peor, se ha pervertido su esencia al no aplicarse con el rigor necesario.

Porque el indulto no debe ser un premio al toro “bueno”, en el sentido moderno y edulcorado del término. No basta con que el astado embista con dulzura, repita con nobleza y permita una faena larga y ligada. Eso es una virtud, por supuesto, y debe valorarse, pero no es suficiente para perdonarle la vida. El toro de indulto no puede ser sólo dócil, colaborador o “buen compañero de faena”. Debe ser bravo. Debe emocionar desde el primer tercio, demostrar poder, empuje en el caballo, codicia y fiereza controlada. Tiene que hacer gala de una casta que conmueva, de una fuerza que eleve al torero a la categoría de héroe.

Y ahí está uno de los principales problemas del indulto actual, que muchas veces se confunde la nobleza con la bravura y se premia la bondad en detrimento de la emoción, y el público, influido por la estética de la faena más que por la calidad del animal, pide el indulto con demasiada ligereza.

La tauromaquia es grande porque está cimentada en la verdad y la emoción. Si el burel simplemente correcto recibe el mismo premio que el legendario, se desvirtúa el mérito. Y, a la larga, se resta credibilidad al propio espectáculo.

El toro indultado se convertirá en semental de una ganadería, y ha de ser portador de cualidades genéticas extraordinarias de bravura, casta, movilidad, entrega y poder. Un ejemplar que no se ha empleado en varas, que ha evidenciado debilidad o que ha sido tan noble que ha rozado la bobaliconería, puede ser útil para una buena faena, pero no para padrear. Si el indulto se concede con ligereza, se corre el riesgo de premiar líneas blandas, de dulcificar la embestida en exceso, de fabricar un astado que no emociona, que no impone, que no inspira respeto.

No hay que olvidar que la grandeza del toreo reside en el enfrentamiento entre la inteligencia y el valor del hombre, y la fuerza y la fiereza del animal. El torero debe ser un titán que se mide con una fiera, no un bailarín que ejecuta una coreografía. Cuando el toro es verdaderamente bravo, el mérito del torero se multiplica.

Claro que es positivo que el público se entusiasme. Pero la tauromaquia no puede ceder al sentimentalismo. Necesita mantener su rigor, su exigencia, su liturgia. No se trata de evitar los indultos, sino de devolverles su dimensión sagrada. Porque el indulto no es una campaña de marketing, sino una declaración de excelencia. No es un capricho, sino una decisión trascendental para la bravura del futuro.

Indultos sí, pero con fundamento. Y, sobre todo, con verdad.

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