Por Josefina Barrón
Plaza de Acho,
quites y quiebros,
toros bravíos,
toreros negros.
Si uno se pone a leer las coplas y letrillas de ha dejado nuestro viejo folclor podrá saborear todo el recutecu que caracterizó desde siempre a la fiesta brava limeña; criollismo picante como las viandas que a fuego lento y en los callejones más recónditos de la ciudad se cocinan:
Préstame tu pañuelo
Que vengo herido
De las astas del toro
De tu marido.
Acho fue desde siempre una vianda generosa. Un encuentro de sabores. Un imán de gentes de todo color y estrato, una oportunidad para ofrecer suculentos, aromáticos, delicados, extraños y atrevidos potajes que hicieron de Lima lo que es hoy: un fenómeno culinario. Algo muy interesante se consiguió en ese coso y muy pronto: hombres y mujeres de todas las clases sociales limeñas compartieron la misma afición y con igual apasionamiento. Como dice el historiador Héctor López Martínez, “en el Acho se reunían los días de corrida el noble cargado de blasones y el mísero ganapán”.
Dentro de este espejo de democracia, el negro ensayaba su propia conquista: la de su libertad. Trazó en esa arena un camino en redondo hacia su anhelada rompedura de cadenas. Humildes hombres de color desafiaron a bravos toros sin más defensa que un trapo. El pueblo limeño encontró en ellos ídolos a quienes aplaudió hasta el delirio. Hicieron de todo. Reír y llorar. Aplaudir. Poetizar. Montaron sobre finísimos caballos pero también ensillaron toros y treparon a sus lomos, como el legendario “Yndio Cevallos” que de indio nada tenía. Con la mano en el rejón y sobre un toro toreó Mariano Cevallos, fornido zambo. Por supuesto, sobre un caballo capeó al toro, obteniendo el favor de los aficionados en España. ¿Capeador? Pues sí, Cevallos, que tomó el apellido de su amo como era costumbre, era cultor de la suerte nacional, aquella que consistía en capear al toro hasta dejarlo sin piernas antes de darle muerte. Su amo le otorga la libertad pero poco después extiende otra escritura donde pone al liberto en una situación difícil: precisa que no puede torear ni a pie ni a caballo pues si se pone voluntariamente frente a un toro volverá a su condición de esclavo. Su afición y su espíritu libre pudieron más.
Una figura se ha quedado grabada en mi mente. Es Esteban Arredondo, negro mandinga, retratado siempre con un cigarro en la boca y siempre sobre un caballo de fina raza; se peleaban a este negro que pronto fue liberto los señoritos criollos limeños de la más noble procedencia para que capeara sobre sus caballos. Gracias a su virtuosismo como jinete y su valor frente al toro, consiguió que un acaudalado le prestara el dinero con que compró su libertad. Pagaría pues podría cobrar honorarios en Acho. Cuando le prohibieron fumar en el ruedo por considerar que era una falta de respeto al público, Arredondo se negó a aparecer nuevamente. Sin su puro ni asomaría. Por supuesto, se impuso; continuó capeando, con el grueso tabaco en los labios y debajo de un sombrero de alas anchas. Así lo plasmó en su arte otro personaje de color negro, emblemático cronista gráfico de la Lima de antaño: Pancho Fierro.
Fueron ellos la primera dinastía de toreros de Lima. Era lógico que los esclavos que habían sido criados entre toros y caballos de las haciendas y chacras que rodeaban la ciudad amurallada se entregaran al ruedo con naturalidad, algunas veces con el apoyo de sus amos y otras tantas arriesgándose a recibir el más cruel de los castigos por la audacia y desenfado. Pero entregaban su sangre caliente al espectáculo y Lima dejaba cualquier cosa que tuviera que hacer para acudir al llamado de la fiesta brava. Lo dice José Victorino Lastarria en 1850: “El negro y el cholo se abren entrada en la plaza aunque les cueste vender su colchón para conseguirla….” Tal era la afición que las autoridades llegaban a declarar feriado el lunes de toros. ¿Y por qué lunes y no domingo? Domingo había que ir a misa, y toros era una competencia con Dios mucho más que desigual. Muchos preferirían la Fiesta Brava que la Santa Misa.
Nuez Moscada fue un zambo que arrancó palmas pues protagonizó momentos hilarantes en la plaza de Acho. Era figura más de la alegría que del toreo. De gran estatura, delgado y ya entrado en años, se ganaba la vida vendiendo en las calles de Lima cartillas para que los niños y analfabetos aprendieran las letras, amén de estampas religiosas y novenas. Durante años el público exigió que se lo contrate. En las últimas corridas de cada tarde, salía al ruedo montado sobre un borriquito, vestido de la manera más estrafalaria posible, rejón en mano. Los novillos casi siempre arremetían contra la graciosa dupla y esta, viejo zambo y enclenque borrico, rodaban por la arena, haciendo reír hasta a los gallinazos de Lima.
Ángel Valdez sabía matar recibiendo. Era un fornido hijo de esclavos. No tenía parangón con el estoque. Tanto que le llamaron “El Maestro”. Dicen que la fuerza de sus brazos se la debía a la sangre de gallinazo con que solía frotárselos antes de cada corrida. Un encuentro ha pasado a los anales de la historia de nuestra tauromaquia. Es entre El Maestro y un semental enorme de diez años bautizado como Arabí Pachá, de quien decía un aficionado rimense que era peligrosísimo el toro porque “sabía más que un catedrático de Salamanca”. Murió en segundos de mano del maestrísimo Valdez.
Con sabor a libertad y olor ninguno a Santidad fue alumbrada nuestra plaza. Un retrato captura su esencia: es la dama criolla, audaz, montuna e indomable que fue dueña y señora de Acho cuando el coso de madera recién se pintaba de sangre; junto a ella una ventana da a la alameda que no existe más; terminaba el camino arbolado en nuestra plaza de toros y empezaba en el puente de piedra que cruzaba el río hablador, tramo que inspiró “Del puente a la alameda”, discurso de un connotado peruano que fue inmortalizado en el vals de Chabuca. Fue entregada Mariana niña a un viejo noble quizás decrépito como esposa. Tenía ya cuerpo y exuberancias de mujer. Pero se negó la niña mujer a consumar el matrimonio y fue devuelta a casa de su tía. La muy rebelde fue comidilla de Lima cuando logró anular el matrimonio con el viejo y apenas la tía murió, casarse con el esposo y tío. Heredó de su segundo marido las tierras donde se levantó nuestra plaza. Se perpetúa en el lienzo su sonrisa de pícara. Ha visto hacerse lo que le vino en gana, ha visto construirse Acho y en su arena la fiesta. Ha sigo testigo doña Mariana de la zambería, de la mulatería y otras hierbas que le inyectaron kimba a la fiesta brava. Ella misma entonaba canciones de los esclavos que labraban sus vastas y riquísimas tierras costeñas.
Acho fue desde su construcción, intensa como su esencia taurina. Acho, la plaza, de origen en el barroco limeño, nació en un tiempo de claroscuros pero en una Lima que no los lograba por su cielo gris, por su falta de sol y sombras. Por eso los colores fuertes, por eso en Lima el azul añil, el amarillo ocre, el rojo almagre, todos ellos protagonistas de las paredes de la plaza alguna vez. Quizás para contradecir el gris que cubre con su manto la ciudad, Acho fue y sigue siendo en su fondo y forma, intensamente picante y voluptuosa. Apasionada. Criollaza. Caliente.
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